lunes, 14 de julio de 2008

LA NARRATIVA DEL MIEDO Y SUS CONTAMINANTES

"El miedo, ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte.", dijo el poeta y prosista gallego, Ramón María del Valle Inclán (1870-1936), autor popular y de lenguaje agorero, misterioso... , con sus numerosas obras: "Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte" (1913), "Historias perversas" (1924) "El tirano Banderas" (1928) y de otras que él llamó: "Esperpentos".
Y así veremos, que el temor, pavor, horror, repugnancia..., son estados del ánimo, producidos por la lectura de lo terrible, espantoso, atroz, horrible, monstruoso, espeluznante…; o, humorístico, a veces.
La novela gótica, nacida a mediados del siglo XVIII (puesto el nombre, irónicamente, por los románicos, acaso, debido al origen godo, "bárbaro"), volcaba temas desarrollados en lugares de atmósfera alucinante, cementerios ruinosos, bosques lóbregos, rocas escarpadas, precipicios insondables y castillos de dudosa habitabilidad, con personajes aterrorizados, monjes siniestros...; un conjunto de relatos sobrenaturales, que dieron pie, décadas más tarde, a los precursores del suspenso y de las investigaciones criminosas.
Uno de los maestros de la novela gótica o novela negra, fue el londinense conde de Oxford, Horacio Walpole (1717-1797), con "El castillo de Otranto" (1764), "La madre misteriosa" (1768)...; y la dama Ana Ward de Radcliffe (1764-1823), autora de "El siciliano"(1790), "El misterio de Udolpho" (1794)... Luego, aparece su coterráneo Wilkie Collins (1824-1889), considerado entre los iniciadores de tramas enigmáticas, con "El secreto mortal" (1857), "La piedra lunar"(1868)... Más tarde, el bostoniano Edgar Allan Poe, de corta existencia (1809-1849), pero exponente de prolíferas creaciones, editadas en diversas Lenguas y asumidas por muchos escritores, asombra con la edición de "Los crímenes de la calle Morgue" (1841), en donde inmortaliza al detective Dupin. En 1842 nace en Ohio, Ambrose Bierce, el hombre de varios seudónimos y que murió en medio de la violencia y el misterio. Dicen las crónicas que, alrededor de los setenta y dos años, desapareció en la guerra civil mejicana. Escribió cuentos terroríficos; tales, "El ahorcado", "La ventana tapiada" (1887)...
Ya, los "Cuentos Fantásticos" (1815), del alemán E.T.A. Hoffman (1776-1822), volcaban la fantasía germana junto a las partituras y operetas de este enamorado de la música, que cambió su tercer nombre (Ernesto Teodoro Guillermo), por el de Amadeo, en honor a Mozart. En tanto, el escocés Roberto Luis Stevenson (1850-1894)...(¿habrá quién no haya leído aún "La isla del tesoro"?), huía de su mundo enfermizo hacia la isla de Samoa, en la lejana Oceanía, apremiado por la escritura en 1886 de "El extraño caso del Dr. Jekyll y de Mr. Hyde" (El hombre y la bestia). Tiempo anterior, las historias de monstruos y vampiros, habían asomado en el horizonte literario, con la del "Doctor Frankestein" (1818), publicada a los 21 años de edad por la inglesa Mary (Wollstonecraft) Shelley (1797-1851), y "otra", venida desde su Transilvania natal, se eternizaba en el libro del irlandés Abraham Stoker (1847-1912): el famoso conde "Drácula"(1897).
Volviendo a la bruma de Londres, del 201 B -Baker Street- surge la pericia investigadora de Sherlock Holmes y su ayudante, doctor Watson, de la mano del médico edimburgués Sir Arthur Ignacius Conan Doyle (1859-1930), con "Un estudio en escarlata" (1887), "La señal de los cuatro" (1890), "El sabueso de los Baskerville" (1902)... Se inicia así, la seguidilla de novedades policiales anglosajonas. Gilbert Keiht Chesterton (1894-1938), en las historias diabólicas del Padre Brown; Dorothy Leigh Sayers (1893-1957) y su detective aristócrata, Lord Peter Wimsey; las incontables novelas de Agatha Christie (Agatha Mary Clarissa Miller, casada y separada de Archibald Christie), (1890-1976), la mujer más traducida, y su personaje belga, Hércules Poirot, junto a la anciana señorita Marple. Mucho de los títulos fueron utilizados por los cineastas, especialmente por tratarse de temas intrigantes y de espionaje, como "39 escalones" (1934), de John Buchan (Escocia-1875/1940-). En tal sentido, tenemos también a los norteamericanos, que mostraron asesinos a sueldo y la corrupción, desde las altas finanzas, diferente a la política de los escritores ingleses que se valieron del estudio científico y del cálculo matemático, para dilucidar sus planteos ficcionales. El estadounidense Raymond Thornton Chandler (1888-1959), que popularizó al pesquisante Philip Marlowe; en "El sueño eterno" (1939), "El largo adiós" (1953)...; Van Dine S.S.(seudónimo de Williard Humtington Wright-1889/1939-), "Los crímenes del Obispo" (1928), "El crimen del escarabajo"... y el agente de su autoría, Philo Vance; James Mallahan Cain (1892-1977), "El cartero llama dos veces" (1934), "El estafador", "Mujer celosa" (1936)...; Samuel Dashiel Hammett (1894-1961), "Cosecha roja" (1927), "El halcón Maltés" (1930), "El hombre flaco" (1932)..., y los británicos Edgard Wallace (1875-1936), "El círculo rojo" (1928), "El degollador", "La puerta del traidor" (1929); James Hadley Chase (seudónimo de René Raymond-1906/85-), "La sangre de la orquídea" (1948), "Hay que matar a Mallory" (1950)...; Ian Fleming (1908-1964), con "Casino Royale" (1953), y la creación del famosísimo y explotado James Bond; y John Le Carré (David Casnwell), nacido en 1931, con su hombre secreto George Smiley, "El espía que surgió del frío" (1963), y nuevos títulos.
Conviene señalar también, al millonario escritor norteamericano Stephen King (Maine-1946-), reconocido por la cantidad de obras, y exhibidas en la pantallas cinematográficas mundiales. Desde las truculencias de "Carrie"(1974), "La zona muerta", "La mitad siniestra"..., asumió "Las pesadillas y alucinaciones" (1994), de los condenados al terror, en variadas secuencias y consecuente con flamantes asuntos de significación científica y futurista, a través de "best sellers" bien publicitados. En una oportunidad, dijo: Jamás dudé de la aseveración de mi tío de que podías arrancar la sombra de una persona por medio de una estaca de acero, ni la de su esposa, que decía que cada vez que tenías un escalofrío, una oca pasaba por el lugar en el que un día cavarían tu tumba."
La literatura francesa tuvo, asimismo, cultores en el género de suspenso, intriga, acciones delictuales..., y como antecedente, citamos al conde Adam Villiers de l'Isle (1840-1889), con sus "Cuentos Crueles" e "Historias Insólitas" (1883-88), entre los que se destaca "El secreto del cadalso". Luego, el Caballero de la Legión de Honor: Maurice Leblanc (1864-1941), en "Los clavos del féretro", "La aguja hueca", "Los dientes del tigre" (1907-09)...; además, inmortalizó al hábil ladrón de guante blanco, Arsenio Lupin. Gastón Leroux (1868-1927), con "El misterio del cuarto amarillo" (1908), El perfume de la dama de negro"..., y se consagró con "El fantasma de la Ópera" (1910). Hoy circulan acá, "Seis historias espantosas", del mismo autor, compiladas y traducidas por el argentino Edgardo Gudiño Kieffer (1935-2002). George Simenon (belga, residió en París -1903/89-), "El difunto M.Gallet" (1931), "El extrangulador de Moret", "El ahorcado de St. Phollen" y más de cuatrocientas obras, casi siempre con el protagonismo del comisario Maigret. Los biógrafos dijeron que tipeaba unas cincuenta hojas por día o más, abusando del estilo folletinesco, tan común en el trabajo de varios de sus colegas franceses.
Por cierto, que de la extensa nómina pudo haberse escapado algún que otro relato, nacionalidad o fecha; por ejemplo: "La decapitada", del norteamericano Washington Irving (1783-1859); el parisino Emile Gaboriau (1833/73), con "La cuerda al cuello"; de Gabriel D'Annunzio (italiano-1864/1938): "El triunfo de la muerte", y de Anton Chejov (ruso-1860/1904-), “Los ataúdes”. No olvidemos tampoco al genio irlandés Oscar Fingal O´Flahertie Wills Wilde (en resumen: Oscar Wilde -1854/1900-), con “El crimen de Lord Arthur Savile y otros relatos”, de entre los que surgió (1891) “El fantasma de Canterville”.
"¡Paz a los muertos!", del español Luis Coloma (1851-1915); de Eça de Queiroz (portugués -1845/1900-), conocido por su novela "La reliquia", escribió la misteriosa narración: "El difunto", y del polaco Enrique Sienckiewich (1846-1916), autor de "¿Quo vadis?", leemos el "Sueño profético".
Por otra parte, nos sorprende un texto del mejicano Amado Nervo (1870-1919), célebre por el poema "La amada inmóvil" (en memoria de su compañera en Europa: Ana Cecilia Luisa Dailliez, muerta de tifoidea). El alma del doliente poeta, no se compadece con el pavor que irradia...
"El automóvil de la muerte"
Los campesinos estaban indignados, con esa indignación que atropella todo, que no mide ya el alcance ni la consecuencia de los actos. Por la mañana, como a las diez, una enorme máquina, poderosísima -130 H.P.-venía con velocidad loca por la gran carretera.
Una banda de gansos, gordos y sucios, atravesaba a la sazón. El chauffeur hizo lo que pudo para evitarla; pero los volátiles -gansos al fin- en lugar de escapar, agrupáronse en medio del camino. No había ya posibilidad de detener la máquina. Intentarlo era ir al panache, es decir, a la muerte. El chauffeur tomó una súbita resolución y pasó sobre los gansos: -¡Crac!. ¡Crac! Un ruido como de vejiga que se revienta, como de grasa que se aplasta, y un torbellino de plumas blancas... La equidad pedía que la máquina se detuviese más allá, que volviera sobre sus pasos y que el automovilista pagase los daños causados; cinco gansos muertos, a veinte francos por cabeza, cuando menos. Pero el automovilista, que ya se había visto -en su larga carrera deportiva- enredado en otras reclamaciones, temió las cóleras de los campesinos, las dificultades para un arreglo con el pastor, las molestias del juzgado de Paz...y siguió a todo vuelo, a ciento y pico por hora, dejando detrás un reguero de plumas y de indignaciones impotentes. Por la tarde, como si aquello no bastara, otra máquina chocó violentamente con una vaca plácida, que no hizo caso de la trompa, sumida como estaba en su quieto budismo rumiante. La bestia no murió; pero quedó maltrecha, patas arriba, en la cuneta. Como estaba embarazada, el propietario, un pobre diablo que no poseía más en el mundo, se entregó a la desesperación, seguro de que el terrible golpe tendría consecuencias fatales. Al anochecer, el estado de ánimo de aquellas míseras gentes era verdaderamente lastimoso. Las dos máquinas agresoras, que los arruinaban con tan repentina y formidable injusticia, se habían desvanecido como sombras.
Cuando ellos llegaron, así el de los gansos como el de la vaca, al lugar de la tragedia, de los automóviles no quedaba más rastro que un poco de polvo, y un olor de bencina... Imposible ver ni el número ni la procedencia de ninguno de ellos. Habían hecho el mal con escandalosa impunidad, con la aplastante indiferencia de sus ciento y tantos caballos, y habían desaparecido luego por el camino polvoroso lleno de huellas.
-¡Mis mejores gansos! -gemía el uno-, ¡Más de cien francos, el pan de tres meses!
-¡Mi vaca! -exclamaba el otro-, ¡Mi hermosa vaca, que vale doscientos!
Pronto un grupo compacto de labriegos, huertanos y pastores rodeaba a los quejosos. Una ira sorda primero, ruidosa después, se iba exhalando de aquellos pechos rugosos y velludos, contra la máquina implacable, soberbia, brutal, que siega vidas y pulveriza haciendas con una indiferencia de Jaguernat indo; que nunca tiene piedad, que lo menos que hace es arrojar su polvo a la cara de los pobres, de los que no poseen para sus peregrinaciones más que la elasticidad de sus pies y la mansedumbre de su borrico. ¿Cuál de los campesinos sugirió la mala idea? ¿Quién sabe? Pero en aquellos espíritus alterados prendió instantáneamente. ¡Eso era! ¡Había que vengarse! Ya volverían los automóviles, y el primero que pasara se llevaría el castigo. ¡El tremendo castigo!
De un cercado cortaron un largo alambre y lo tendieron a través del camino, atándolo fuertemente a dos árboles, a altura bien estudiada. Luego, refugiáronse en un rincón de verdura y de sombra; y silenciosos y fatales como el destino, mudas ya sus cóleras ante la proximidad de la ansiada represalia, esperaron...No esperaron mucho. La noche había caído, y en el lejano recodo de la carretera apareció, palpitando y resoplando, encendidos sus enormes ojos encandiladores cuyos haces barrían las tinieblas, un gran automóvil, descubierto, lleno de risas, de perfumes y de flotar de velos blancos, azules y rosas. Venían: el chauffeur, cuatro damas, elegantes y lindas, y el marido de una de ellas; cierto título sportman, harto conocido en París, Biarritz y Madrid. Los aldeanos, agazapados, no respiraban. De pronto, algo indecible, espantoso, se produjo. El alambre, tendido y rígido, cercenó, con la misma facilidad con que un hilo secciona un bloque de mantequilla, primero dos cabezas, luego tres... El chauffeur, debido a su inclinación accidental sobre el gobierno, se salvó; y en medio del estruendo y la velocidad, ni se dió cuenta de aquellos ruidos breves y extraños, como de desgarramiento, de aquel silencio que siguió a las risas... ¡Oh, el automóvil de decapitados, el espantoso automóvil de la muerte, con sus cinco troncos echados un poco hacia atrás y desangrándose lentamente! ¡Oh, el horrible automóvil de guillotinados, que seguía en medio de la noche por la gran carretera! Dentro, dos cabezas habían caído. Las otras habían rodado al camino, con sus sombreros vistosos, con sus grandes velos flotantes...¡Oh, el infame automóvil de la morgue! La odiosa máquina, encharcada de sangre, que seguía con su velocidad loca a través de la gran cinta bordeada de árboles...
¡Y qué visión de pesadilla cuando el coche se detuvo en el garage, lleno de gente, iluminado por grandes focos, y todos vieron, vieron por fin aquello! Aquello indescriptible que había allí dentro, sobre la fina piel de los cojines.

¿Horroroso, no?. Los poetas también se solazan con el efecto sicológico del espanto.
Acorde con ello, acercamos al causante de "El cuervo", Edgar.Allan Poe, pero no con dicha largueza, sino con el último párrafo de un cuento de horror muy nombrado: "El caso del señor Valdemar" ....Al hacer yo los pases magnéticos, ante los gritos de "¡muerto..., muerto!", que emitía la lengua y no los labios del señor Valdemar, su cuerpo se contrajo, se deshizo y se pudrió, en un minuto o tal vez en menos, bajo mis manos. Sobre la cama, a la vista de todos, quedó una materia casi líquida..., de horrible, de detestable podredumbre.

¿Y porqué no estremecerse con el desarrollo completo del perteneciente al "desaparecido" Ambrose Bierce, en homenaje a uno de sus traductores e integrante de la lista macabra, abominable fruto de la dictadura militar argentina: Rodolfo Jorge Walsh?...
"La ventana tapiada"
En 1830, a sólo unas pocas millas de lo que es ahora la gran ciudad de Cincinnati, se extendía una selva inmensa y casi virgen. Toda la región estaba escasamente poblada por gente fronteriza; almas inquietas que apenas alzaban en el desierto un hogar más o menos confortable y alcanzaban a ese grado de prosperidad que actualmente llamaríamos indigencia. Lo abandonaban todo y llevados por un misterioso impulso de la naturaleza, seguían su camino hacia el Oeste, para afrontar nuevos peligros y privaciones con el fin de obtener las mismas comodidades a las que voluntariamente renunciaran. Muchos habían dejado ya esa comarca para encaminarse a las poblaciones más remotas; pero entre los que quedaban había uno que fue de los primeros en llegar. Vivía solo en una cabaña de troncos, rodeado por la gran espesura, de cuya obscuridad y silencio parecía participar, pues nadie jamás le vio sonreír o pronunciar una palabra superflua. Atendía a sus necesidades, muy sencillas, con la venta o el trueque de pieles de animales salvajes, pero nada cultivaba en la tierra sobre la que ejercía incuestionado derecho de posesión. Quedaban, sin embargo, ciertos indicios de mejoras, varios acres de terreno adyacentes a la casa habían sido antaño desmontados, pero los troncos podridos estaban ya semiocultos por los retoños que mitigaban los estragos causados por el hacha en tiempo ya lejano. Era evidente que las aficiones agrícolas del hombre se habían consumido con llama vacilante, espirando en arrepentidas cenizas. La cabaña de troncos, con su chimenea de madera, sus corroídas tejas de palo y su quincha de barro, tenía una sola puerta, y frente a ella una ventana. Esta, sin embargo, estaba tapiad< desde tiempo inmemorial. Y nadie sabía por qué. El aire y la luz no desagradaban ciertamente a su ocupante, pues en las raras ocasiones en que un cazador por ese lugar solitario, veía al recluso asoleándose en el umbral, como si la luz del sol fuese para él una necesidad que el cielo satisfacía. Muy pocos, creo, conocen el secreto de esa ventana. Pero yo soy uno de ellos, como lo verán ustedes a su debido tiempo. El hombre se llamaba Murlock. Aparentaba unos setenta años, pero no tenía más de cincuenta. Aparte de la edad, había envejecido por otra cosa. Sus cabellos y su barba, larga y tupida, eran blancos, sus ojos opacos y hundidos, su cara singularmente marcada de arrugas que parecían pertenecer a dos sistemas intersectantes. De talla era alto y magro, encorvado de hombros como un cargador. Yo nunca lo ví, esos detalles los supe de mi abuelo, que me contó la historia cuando yo era muchacho. Él lo conoció en aquella lejana época; vivió un tiempo en un lugar próximo a la cabaña. Un día, mucho después, encontraron al señor Murlock muerto en la choza. Ni la ocasión ni el sitio se prestaban a las averiguaciones judiciales o a la curiosidad periodística. Se resolvió, supongo, que había muerto de causas naturales; de lo contrario, alguien me lo habría dicho y yo lo recordaría. Solo sé que el cadáver fue enterrado, dadas las circunstancias, cerca de la cabaña, junto a la tumba de su esposa, que lo precediera en muchos años, tantos que la tradición local apenas había tenido memoria de su existencia. Así concluye el capítulo final de esta verdadera historia. Así concluiría, mejor dicho, si años más tarde, en compañía de un espíritu igualmente intrépido, no me hubiera yo internado en la región, acercándome a tiro de piedra de la cabaña. Luego huimos para escapar al fantasma que, como sabían todos los chicos
de las inmediaciones, frecuentaba el lugar. Como este relato surge naturalmente de mi relación personal con lo que narro, ese detalle tiene cierta importancia. Pero hay un capítulo anterior, el que me refirió mi abuelo. Cuando Murlock construyó su cabaña y empezó a trabajar vigorosamente con el hacha, desmontando el terreno para una futura granja, era fuerte, joven y ambicioso. El fusil constituía por entonces su único medio de subsistencia. En el Este, de donde procedía se había casado, según la costumbre, con una joven digna, en todo el sentido de su honrada devoción, que compartió los peligros y privaciones del marido con ese espíritu dispuesto y animoso corazón. No ha quedado constancia de su nombre, de sus dotes personales y espirituales, la tradición no dice nada, y el escéptico está en la libertad de alimentar sus dudas. Pero Dios no permite que yo las comparta. Del afecto y la dicha que los unió, hay pruebas convincentes en la vida ulterior del hombre solitario, pues, ¡qué otra cosa, si no el magnetismo de un amado recuerdo, pudo encadenar un espíritu audaz a una suerte semejante?.
Un día, cuando Murlock volvió de cazar en un lugar distante de la selva, encontró a su mujer postrada y delirante. No había un médico en muchas millas a la redonda, ni vecinos. Su estado era tan grave que no podía dejarla para ir en busca de ayuda. Se empeñó entonces en atenderla, en curarla, mas al fin del tercer día la mujer entró en estado comatoso y se extinguió. sin recobrar por un instante una vislumbre de razón. Por lo que sabemos de las naturalezas afines a Murlock, podemos atrevernos a completar con ciertos detalles la escueta imagen que trazó mi abuelo. Al comprobar que su compañera estaba muerta, Murloch atinó a recordar que los muertos deben recibir sepultura. En el cumplimiento de este sagrado deber erró una y otra vez; algunas cosas las hacía mal; otras las hacía bien, pero repitiéndolas interminablemente. Su ocasional incapacidad para ejecutar algún acto simple y vulgar lo llenaba de asombro, como un ebrio que se maravilla ante la suspensión de las familiares leyes naturales. Le sorprendía también no haber llorado. Le sorprendía y en cierto modo le avergonzaba. No llorar los muertos, ¿acaso no trasunta dureza de alma? -Mañana -dijo en alta voz- tendré que hacer el ataúd y cavar la fosa. Y cuando ya no la vea, entonces la extrañaré...Mas ahora...está muerta, es cierto, pero todo está bien, debe estar bien. Las cosas no pueden ser tan terribles como parecen. Se inclinó sobre el cadáver, a la incierta luz, ordenando el cabello y dando los últimos toques a un arreglo sencillo, haciéndolo todo mecánicamente, con distraída minuciosidad. Y todavía por debajo de la realidad consciente, abrigaba la certeza de que todo estaba bien..., ella tornaría a la vida, todo iba a explicarse. Carecía de experiencia en el dolor; su capacidad de sufrimiento no estaba aumentada por el uso. Su corazón no podía contenerlo todo, ni su imaginación concebirlo adecuadamente. No sabía que estaba golpeado con tanta crueldad ; ese conocimiento vendría más tarde, para no irse jamás. El dolor es un artista de facultades tan variadas como los instrumentos en que tocan las endechas fúnebres, arrancando a uno las notas más agudas y desesperadas, a otros el acorde sordo y grave que palpita y se repite como el lento pulso de un tambor distante. A algunos espíritus los asombra, a otros los adormece. A éste hiere como una flecha punzando la sensibilidad y dándole una vida más intensa; sobre aquél desciende como un mazazo, aplastando y aturdiendo.
Podemos imaginar que a Murlock lo afectó así, porque -y entramos aquí en terreno más firme que el de las conjeturas- apenas concluida su piadosa tarea, se desmoronó en una silla junto a la mesa en que reposaba el cuerpo y viendo la blancura del perfil de la muerta en la creciente penumbra, apoyó los brazos en el borde de la mesa y en ellos el rostro, sin lágrimas aún e indeciblemente cansado. En ese momento entró por la ventana abierta un prolongado gemido como el grito de un chico extraviado en las profundidades del bosque obscureciente. Pero el hombre no se movió. Otra vez, más próximo, palpitó en sus embotados oídos ese grito extraterreno. Quizá era una bestia salvaje. Tal vez un sueño. Porque Murlock estaba dormido. Horas más tarde, al parecer, este custodio infiel despertó y alzando la cabeza prestó atención..., sin saber por qué. Y, en la negra obscuridad, junto a la muerta, al tiempo que recordaba todo con un sobresalto, esforzó los ojos para ver...,¿qué? No lo sabía. Sus sentidos estaban alertos, su respiración contenida, su sangre había acallado su marejada, como para acentuar el silencio. ¿Quién, quién, qué lo había despertado, dónde estaba? De pronto la mesa se estremeció bajo sus brazos y al mismo tiempo oyó, o creyó oír, un paso liviano y blando...y otro..., como un eco de pies descalzos en el piso. Aterrado, sin poder gritar ni moverse, forzado a esperar..., esperó en la tiniebla, apurando siglos de terror innombrable. Inútilmente quiso pronunciar el nombre de la muerta, inútilmente quiso estirar la mano a través de la mesa para saber si aún estaba ahí. Su garganta estaba paralizada, sus piernas y sus brazos eran de plomo. Entonces sucedió algo terrible. Un cuerpo pesado pareció lanzarse sobre la mesa, empujándola contra el pecho de Murlock, con ímpetu tal que estuvo a punto de derribarlo; y al mismo tiempo oyó y sintió que algo caía al piso con tanta violencia que el impacto sacudió toda la casa. A esto sucedió una lucha, una batahola de sonidos de imposible descripción. Murlock estaba de pie. El terror excesivo le había devuelto el dominio de sus facultades. Abalanzó las manos sobre la mesa, ¡Nada! Hay un punto en que el terror puede convertirse en locura. Y la locura incita a la acción. Sin un propósito definido, sin otro motivo que el caprichoso impulso de un loco, Murlock salto hacia la pared, encontró el fusil cargado y apretó el gatillo sin tomar puntería. Y al vivo resplandor del fogonazo que alumbró la cabaña, vió una pantera enorme que arrastraba hacia la ventana el cadáver de la mujer, con los dientes clavados en su garganta. Después, obscuridad más profunda que antes. Obscuridad y silencio. Cuando recobró el conocimiento estaba alto el sol y sonoro el bosque por el canto de los pájaros. El cuerpo yacía junto a la ventana, donde la fiera lo dejó, ahuyentada por el fogonazo y la detonación del fusil. Sus ropas estaban desarregladas, sus cabellos en desorden, sus piernas y sus brazos contorsionados. De la garganta, terriblemente lacerada, había surgido un charco de sangre no del todo coagulada aún. La cinta con que él ciñera las muñecas estaba rota. Las manos estaban crispadas y entre los dientes de la muerta quedaba un fragmento de la oreja de la bestia.

Tenía unos veintiocho años de edad, cuando Walsh incluyó su trabajo en una antología de cuentos de terror y de suspenso, que él mismo. había seleccionado; corría el año 1955, lejos de la insospechable matanza por venir.
Retomando el comentario sobre la narrativa del miedo, sus detonantes o semejanzas, es posible la cuenta por cientos de los que han jugado y juegan aún con el sobresalto o el temor de sus lectores y ello hace a la imposibilidad de reunirlos a todos, en especial a los últimos y poco conocidos. pues no fue intención de este trabajo convertirse en una antología del género sino la de aludir apenas a los principales incursores contemporáneos y sin detenernos tampoco en la mira de los mal llamados de "ciencia ficción". Finalmente, corresponde aclarar que postergamos el detalle del imaginario argentino, con intriga policial y terror fantástico, porque merece una nota específica, dado que entendemos no debe haber en el "haber" de casi ninguno de nuestros escritores, la no vivencia de un cuento de la naturaleza contemplada.

Febrero de 1999 Omar Néstor De Nápoli